Washington, 17 dic (EFE).- Ante la creciente incertidumbre en el tablero de juego internacional, debido a la aparición de nuevos actores que aspiran a ganar protagonismo, Estados Unidos vuelve a confiar en su Política de Disuasión como estrategia para alcanzar un “impasse” que sirva para evitar un posible holocausto nuclear.
Aunque desde Washington rechazan toda similitud entre los años de la Guerra Fría y la actual situación, la realidad es que las páginas de los periódicos vuelven a hacerse eco estos días de situaciones sobre las que prácticamente no había hecho falta informar desde los tiempos de la caída del muro de Berlín, en 1989.
Los últimos ensayos de misiles balísticos intercontinentales realizados por el régimen de Corea del Norte o las denuncias por parte de Estados Unidos contra Irán, país al que acusa de violar de manera sistemática el Acuerdo Internacional Nuclear firmado en 2015, han generado que la posibilidad de una guerra atómica vuelva a estar sobre la mesa del Despacho Oval.
Es en este escenario donde cobra especial relevancia la llamada “Triada Nuclear”, el auténtico músculo con el que el Pentágono aspira a disuadir cualquier ataque de otra nación mediante la no muy velada amenaza de que la agresión será respondida por un ataque atómico capaz de barrer del mapa a cualquier Gobierno enemigo.
“El papel fundamental de las armas nucleares para nosotros es disuadir a nuestros adversarios, tranquilizar a nuestros aliados y defender a los Estados Unidos”, explicó a Efe el capitán Mark Graff, portavoz de las Fuerzas Aéreas.
La Triada hace referencia a los tres “elementos de disuasión” con los que cuentan las Fuerzas Armadas estadounidenses: los bombarderos estratégicos, los submarinos nucleares y los misiles balísticos intercontinentales.
“Visibilidad, flexibilidad y capacidad de supervivencia”, enumeró Graff, serían las grandes características de cada uno de estos tres elementos.
Los misiles intercontinentales son el elemento visible de esta política, puesto que su ubicación es conocida, como lo es también su gran capacidad de destrucción. En estos momentos, el Pentágono reconoce tener 406 proyectiles en activo, “enterrados bajo tierra” en tres bases militares repartidas en la zona norte del país.
La flexibilidad la aportan los bombarderos estratégicos, principalmente los B-2 y los emblemáticos B-52, el último de los cuales fue construido en octubre de 1962.
Debido a la actual amenaza norcoreana, no se descarta que el Pentágono ordene que estos aparatos entren en alerta, lo que supondría que se mantuvieran en el aire de manera constante.
Por último, están los 14 submarinos nucleares de la Armada, cuya capacidad de movimiento bajo las aguas les permiten convertirse en una constante amenaza sigilosa que podría resistir y responder en caso de una agresión inicial contra intereses estadounidenses.
El tener que hacer gala de la Triada, sin embargo, no deja de suponer un claro paso atrás, en el sentido más estricto de la expresión, para Estados Unidos.
Con la Unión Soviética fuera del mapa y tras los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001 (11-S), la Casa Blanca decidió actualizar sus prioridades ante una posible amenaza nuclear que, en esos momentos, ya no parecía que pudiera limitarse a un posible enfrentamiento entre dos grandes bloques.
“Los terroristas del 11-S claramente no fueron disuadidos por el inmenso arsenal nuclear de Estados Unidos. En el siglo XXI necesitamos encontrar nuevas maneras para disuadir a los nuevos adversarios que con toda seguridad aparecerán”, dijo el entonces secretario del Departamento de Defensa, Donald Rumsfeld, en 2002.
Esta idea conllevó frenar la producción de armamento nuclear y apostar por el desarrollo del conocido como “Escudo de Antimisiles”, con el que se podría defender el territorio nacional de ataques procedentes de lugares insospechados.
Esta nueva política se plasmó en el Tratado de Reducción de Armas Estratégicas (New START), firmado en 2011 por los entonces presidentes de EE.UU., Barack Obama, y Rusia, Vladímir Putin, y que reflejaba la voluntad de reducir de forma drástica el arsenal de las dos potencias que acaparaban el 93 % del armamento nuclear mundial.
Sin embargo, el anuncio del Kremlin hace dos años de incorporar 40 nuevos misiles nucleares a su inventario, la obsesión de Pyongyang por desarrollar tecnología para producir misiles de largo alcance y el progreso en las capacidades armamentísticas de Teherán, que Washington denuncia con vehemencia, suponen una clara regresión.
Como lamentaba esta pasada semana el contraalmirante Jon Hill, subdirector de la Agencia de Defensa contra Misiles, en una conferencia en Washington, “esta amenaza empieza a parecerse mucho a una clásica amenaza aérea” que recuerda a provocaciones del pasado.

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