Aún retumban las palabras del presidente Santos en un eco distorsionado pero audible cuando en New York ante las Naciones Unidas, además de hacer referencia a la llegada de la paz, expresó esta sentencia: “Hoy regreso a las Naciones Unidas (…)  para anunciar con toda la fuerza de mi voz y de mi corazón que la guerra en Colombia ha terminado”. Entre tanto, en Oslo, indicó: “El sol de la paz brilla, por fin, en el cielo de Colombia”. El hecho de la pacificación le valió a Santos ganar el Premio Novel de la Paz

Pero, el presidente no tomó en cuenta variables que eran necesarias evaluar. Una cosa distinta era que las negociaciones con las FARC culminaban con éxito y otra cosa distinta era que Colombia tendría que caminar por la paz necesariamente.

El contexto de la realidad colombiana, siempre ha estado distante de ser una pacífica sociedad

Colombia siguió exhibiendo luchas en conflictos internos, malas relaciones con los países vecinos, el impacto del terrorismo, la percepción de la criminalidad, la participación de misiones de mantenimiento de la paz (ONU), el mercado de las armas, crímenes violentos, tasa de homicidios, el grado de terror político y la participación en conflictos externos.

Las nefastas características negativas se han mantenido de manera similar a los que imperaba en 2016; en lo relacionado a la tasa de homicidios, los crímenes violentos, el terror político, el desplazamiento forzado, acceso a armas y la intensidad del conflicto interno. Ese último punto es el más llamativo, pues Colombia aparece como una nación que conserva un altísimo nivel de conflicto interno. Si bien se excluía a las FARC, deben incluirse a una diversidad de actores ilegales que permanece vigente.

En el año 2017 se publica un informe de Save The Children, titulado “En deuda con la Niñez”, en donde se hace evidente la crítica situación, no solo para Colombia, sino para toda América Latina. El top 10 de los países donde más niños mueren asesinados, está conformado por Estados de la región. Colombia ocupa la posición número cuatro a nivel global. Es un resultado terrible. Solo superado por Honduras, Venezuela y El Salvador, el país ha quedado reseñado como el cuarto más peligroso para sus niños.

Ante un panorama como el esbozado, tan tétrico, la paz, en definitiva, no podría existir. El Acuerdo de Paz, con todo lo positivo que pudiera haber contenido, no es útil y menos ahora que aquellos involucrados son apenas una fracción del inmenso problema estructural del país. Hoy Colombia ni está en paz, ni es más pacífico que ayer. La realidad dista demasiado de las palabras.

Descolla otra realidad que tampoco ha querido ser entendida para modificarla. Lo de Colombia es la resignación y el triunfo de la delincuencia. Hablando del problema de los rompevidrios. Por un lado, si el ciudadano se defiende, está mal. Si no se defiende y denuncia, salen libres los criminales y el costo social del trauma se derrite en el aire, como escribió Shakespeare en The Tempest. Y en redes vemos que el Congreso, el principal responsable de expedir leyes para que esto no pase, cita al alcalde de Bogotá a que responda. Colombia siempre ha encontrado una ventaja competitiva mundial en echarle culpa a los que no originan los problemas. En ello somos pioneros.

La policía carece de incentivos para actuar: mueren los policías cumpliendo su deber y no pasa nada, además, hacen su trabajo cogiendo a los delincuentes, pero el sistema se burla de ellos. No hay nada peor que un trabajo que le destruya los méritos logrados a sus empleados. Esto se da porque estamos en un país legalista que no entiende nada sobre incentivos y desincentivos. A Demócrito se le atribuye haber dicho que en realidad no reconocemos nada, pues la verdad queda en la profundidad. Para que estas cosas no sigan pasando, necesitamos más profundidad en los debates, y ojalá, en los que diseñan las soluciones. Luego de tanto atropello en el sector público, entendí por qué muchos prefieren trabajar en lo privado y no dilapidar sus talentos en lo público.

A Colombia le ha estado tocando ahora desenvolverse por caminos desconocidos más traumáticos en al menos tres ámbitos distintos: la protesta social, la economía y la representación política.

Hubo momentos en el pasado que rompieron la historia en dos como la ola de violencia que antecedió a la firma de la Constitución de 1991 o las revueltas de 1948 tras el asesinato del candidato Jorge Eliécer Gaitán que dieron origen a las guerrillas.

Se desconoce el resultado de la crisis actual, por lo que es difícil comparar su relevancia histórica.

Según los expertos, parece claro que la situación actual no tiene precedentes. Se han explicado muchas razones, porque el proceso de paz de 2016 con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) abrió la Caja de Pandora, y estos requisitos y temas estaban previamente prohibidos por la guerra.

El gobierno de Iván Duque lanzó una nueva mesa de negociaciones para aliviar tensiones y buscar una solución consensuada. Eso es lo que hizo en noviembre de 2019, cuando las protestas eran más pacíficas y puntuales, y la situación en el país era menos grave.

Hoy, el presidente enfrenta desafíos de todos lados: en su partido, las calles, las fuerzas armadas, los asuntos financieros y la política.

Dentro de exactamente un año Colombia estará celebrando elecciones generales y presidenciales: todo desarrollo en este momento tiene una clave electoral.

Las protestas esta vez llegaron a pequeños y medianos municipios. Fueron convocados por jóvenes, pero cuentan con el apoyo de adultos mayores y poblaciones minoritarias. Han paralizado la producción, el abastecimiento y el transporte en rincones inesperados.

Este paro ha llegado a lugares donde antes no se solía protestar y se ha mantenido por varios días sin dar tregua.

“Pero lo que sí es evidente es que la fuerza del Paro sorprendió a toda la clase política”, opina Daniel Hawkins, investigador de la Escuela Nacional Sindical.

“En la mitad de la tercera y más fuerte ola de contagio y luego de la orden del tribunal de Cundinamarca que prohibió aglomeraciones, los políticos nunca creyeron que la gente iba para la calle de forma masiva”, apunta Hawkins.

Las protestas ya lograron dos efectos inesperados en un país donde la movilización social, que era esporádica y tachada de “subversiva”, rara vez tuvo consecuencias políticas: la retirada de la reforma tributaria y la caída del ministro de Hacienda, Alberto Carrasquilla.

Es difícil predecir si este movimiento originalmente fresco e innovador terminará en una situación en la que Colombia tiene un precedente: la violencia abrumadora.

Economía inestable

Durante décadas, la economía colombiana ha sido la economía más estable de América Latina: el país con menos recesión en el siglo XX, el país sin hiperinflación y el país que no ha dejado de pagar en 80 años.

“Si no hay castigo, van a seguir matando sin miedo”: la dura condena a la Policía de familiares de los fallecidos en las protestas en Colombia.

Nunca se había visto al país en una situación tan difícil como la que está viviendo hoy”, escribió en su columna el prestigioso economista y exministro Mauricio Cárdenas.

La alcaldesa de Bogotá dice que “la escalada violenta fue brutal” pero descarta la militarización de la ciudad.

Pero en esta crisis la clase política se ha visto incapaz de llegar a resoluciones, apuntan los analistas. Duque llamó a los militares a controlar la situación (aunque varios alcaldes se opusieron); algunos incluso barajan escenarios de golpes de Estado y el líder en las encuestas para las elecciones de 2022 es un candidato de izquierda que militó en las guerrillas, Gustavo Petro.

La violencia de las protestas, que además es seguida por la gente desde sus redes sin entrar a entender ni profundizar, hace que la política sea más polarizada y más ideológica, con la consecuencia de que llegar a soluciones es mucho más difícil.

Uno de los efectos del proceso de paz de 2016 fue el estatuto de oposición, un mecanismo que da garantías a los críticos del Ejecutivo, pero también aumenta su capacidad de entorpecerle sus iniciativas.

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